Por José M. Bou
Siempre que se acercan estas fechas se produce cierta controversia en torno al papel que representa la Constitución en el estado actual de España y la actitud ante ella que debemos adoptar los patriotas. Desde la identificación de los grandes partidos con la norma suprema, partiendo de la oposición entre nacionalistas y “constitucionalistas”, reduciendo el argumentario unionista frente a los asaltos del separatismo al legalismo constitucional, a la hostilidad manifiesta de los grupos patriotas más tradicionales o radicalizados, que acusan a la Constitución del 78 de gran parte de los males que nos asolan, parece que no logramos ponernos de acuerdo sobre la cuestión. Y mientras tanto, el separatismo y la ultraizquierda manifiestan no ya una discrepancia ideológica sino un intento ilegal de subvertir la carta magna y los medios mayoritarios y la propaganda institucional nos la presentan con un aura de beatitud y bondad que repele por su propia cursilería. Uno ya no sabe si es peor compartir argumentos con la escoria bolivariana y antiespañola o con majaderos trajeados al servicio del IBEX 35.
Para empezar, deberíamos resolver algunos equívocos. El diccionario define el constitucionalismo como el movimiento político que propugna la supremacía jurídica de la constitución y el sistema político regulado por esta. En ese sentido los patriotas ni somos constitucionalistas ni dejamos de serlo, porque lo que nos importa no es que la norma suprema se llame constitución o ley fundamental o principios fundamentales del movimiento, que esté escrita o que sea una norma consuetudinaria, como en Inglaterra, sino que sea acorde a la ley natural, que es la que nunca deberíamos vulnerar, que sea justa y propicia para el bien de la patria. No nos identificamos con el constitucionalismo, pero tampoco tenemos nada en contra de quienes lo manifiestan de buena fe, en beneficio de nuestra unidad y del respeto a las leyes, con quienes podemos colaborar.
El sistema político sirve para regular una sociedad preexistente aglutinada en una determinada nación, en una determinada patria. Si el sistema lleva al suicidio de esa comunidad política es evidente que no sirve y hay que desecharlo. Constitución, legalidad y democracia sí, pero no por encima de España. Antes la patria que el sistema. Antes España que el constitucionalismo, incluso, antes España que la democracia. Por supuesto, en lo que no amenace a España, el respeto a la Constitución, como en general a las leyes, siendo esta norma la principal de todas ellas, es requisito para el mantenimiento del orden y, por tanto, algo que debemos procurar.
En cuanto a la suplantación del constitucionalismo del mismo concepto de nación, como observamos con la utilización del eufemismo de “constitucionalistas” para referirse a quienes luchan contra el desafío separatista, tiene dos sentidos, suplantar a los verdaderos patriotas que trabajan, no por el cumplimiento de una norma, que también, sino, sobre todo, por la unidad de su patria, y en cuanto a los representantes de los grandes partidos, ajustarse más a la realidad, porque ciertamente a ellos la palabra patriota les queda muy grande.
Habitualmente se confunde la adhesión ideológica al contenido de la constitución con la lealtad institucional y jurídica a la misma. La constitución es, ciertamente, imperfecta, y de algunos de sus defectos, como dejar abierto el sistema autonómico, pagamos hoy día las consecuencias en forma de estructura territorial que duplica órganos, multiplica el gasto y fomenta el separatismo, lo que, sin duda, colabora en las penurias materiales y espirituales que ahora sufrimos. Desde luego la aprobación de la carta magna no volvió listos a los tontos, ni ricos a los pobres, ni virtuosos a los indecentes; no provocó que en España las florecillas olieran mejor, ni los pajarillos trinaran con más brío, ni que bailemos todos sobre un campo de amapolas. Sin embargo, lo que sí consiguió la constitución, al menos hasta ahora, es que pudiéramos convivir en razonable armonía personas y grupos de muy distinta forma de pensar, con unas reglas del juego iguales para todos. El quebrantamiento de esas reglas desde la extrema izquierda del tablero, con el pasivo consentimiento del resto del arco político, obviamente, pone también este beneficio en cuestión.
No cabe duda que desde el separatismo antiespañol se puede criticar la constitución (los patriotas también lo hacemos, aunque desde un posicionamiento filosófico opuesto) y proponer su reforma, lo que no se puede consentir es que se manifiesten abiertamente deslealtades a la norma suprema, que se incite a su incumplimiento, se intimide a su máximo interprete, el Tribunal Constitucional, para que falsee su hermenéutica y, en definitiva, se trate de convertir la Constitución en papel mojado. Precisamente es la Constitución el texto jurídico que garantiza nuestras libertades y nuestros derechos, y convertirla en papel mojado, sin reformarla legalmente o sustituirla por otra norma o praxis política garantista, significa no solo eliminar los últimos obstáculos a la desmembración de España, sino también dejar sin garantías jurídicas nuestra libertad. Destruir, en suma, el imperio de la ley y el estado de derecho. Es cierto que no podemos confundir las libertades públicas con la libertad real, pero resulta evidente que obviar la constitución en favor del criterio arbitrario de políticos separatistas y de extrema izquierda nos dejaría sin ninguna de las dos cosas.
Otra cuestión es, lógicamente, defender su reforma, siempre que se respete el procedimiento previsto para ello y sea en el sentido que satisfaga los anhelos de la inmensa mayoría de la población y de los intereses de España, siendo el primero y condición sine qua non para que puedan darse el resto, la permanencia en su unidad. En ese sentido, resulta innegable que el régimen surgido de la Constitución del 78 no da para más y que cambios profundos se nos revelan como urgentes, pero no en el sentido que pretenden bolivarianos y separatistas, sino justo en el contrario.
España es una nación milenaria, que preexiste siglos y siglos a su primera constitución y, desde luego, a la actual. No fue fundada en 1812 ni en 1978 ni puede negar su historia anterior. El separatismo es un crimen moral no porque resulte económicamente ruinoso, que así es, ni porque sea ilegal y contrario a la constitución, que desde luego lo es, sino porque rompe un legado histórico y ético de generaciones y generaciones de compatriotas que lucharon y se sacrificaron por dejarnos una patria hermosa que no tenemos derecho a destrozar. Los patriotas no sentimos ninguna animosidad contra la Constitución, cuyo contenido criticamos desde la lealtad y cuyo respeto exigimos, mientras sea compatible con el bien de la patria, pero tenemos claro que no luchamos por ella, como por ninguna norma ni sistema político. Luchamos por España. Nada más y nada menos.
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