Cuando sale el tema del franquismo en las conversaciones o se aborda en los medios de comunicación, hay una versión políticamente correcta que hay que asumir como cierta, para no ser acusado de todos los pecados políticos existentes. En resumen, la Segunda República fue un paraíso de democracia y de libertades en el que los niños sonreían, los pajarillos trinaban, las flores florecían y todo el mundo bailaba sobre un campo de amapolas. En esas llegó Franco, que se aburría, y comenzó a pegar tiros para entretenerse. Ganó una sangrienta guerra civil, en la que el ejército, el clero y los terratenientes machacaron al pueblo en armas, y encadenó a todos los españoles y los puso a picar piedra en el Valle de los Caídos y a ver el NODO, con un cinturón de castidad vigilado por malvados curas. Finalmente, Franco murió y volvió a salir el arco iris. Retornó el color a nuestras vidas, los niños volvieron a sonreír, los pajarillos a trinar, las florecillas a florecer y los libertinos a lo suyo. Y desde entonces seguimos bailando sobre un campo de amapolas. Y si no lo hacemos, es porque debe subsistir algo de maligno franquismo por ahí, impidiéndonoslo.
Si uno se cree esta versión vive feliz. Puede tragarse películas sobre la guerra civil de los actores de la ceja, debates de la Sexta, libros de Paul Preston, exposiciones patrocinadas por la Generalitat de Cataluña y hasta los manuales de historia que manejan los euskaldunes en las ikastolas, mientras brindan por el feliz retorno de los presos de ETA a sus casas, sin espantarse. Todo es tranquilizadoramente coherente. Todos los republicanos eran heroicos milicianos por la libertad y los trabajadores, y todos los combatientes nacionales eran falangistas gordos, grasientos y con bigote, que violaban a doncellas republicanas en los trigales. Nosotros, que somos los hijos de los obreros, que los fascistas no pudieron matar (porque nosotros siempre nos identificamos con los republicanos frentepopulistas, aunque alguno descienda de generales o alcaldes franquistas y no haya un obrero en su árbol genealógico desde la edad media) éramos los buenos y ellos los malos. Y ya está. Y así dormimos de bien por las noches. Salvo que…
Salvo que uno sea un poco incrédulo y toda esta versión no le termine de encajar. ¿Y si los frentepopulistas no eran tan buenos ni los franquistas tan malos? ¿Y si la Segunda República no fue una democracia ejemplar? ¿Y si el régimen de Franco tuvo cosas positivas? Pero eso no puede ser. Es una herejía contra la religión de la democracia. Y sin embargo…
LA DUDA
Poco a poco nos vamos enterando de cosas que se cuelan en los libros de historia del sistema, como por error. El asesinato de Calvo Sotelo, por ejemplo. Si la Segunda República era una democracia ejemplar, ¿como se explica el asesinato del líder de la oposición por un Guardia de Asalto, guardaespaldas del socialista Prieto, por más señas, después de que varios diputados izquierdistas, la famosa Pasionaria entre ellos, lo amenazasen de muerte? “Este hombre ha hablado por última vez”, le dijo, y, en efecto, una bala le impidió volver a hablar. ¿Nos imaginamos que pasaría si esto ocurriera hoy en día? No, algo así sería impensable. Y, sin embargo, en la España de la Segunda República ocurrió…
O está uno en su casa tranquilamente, viendo un telediario y escucha a unos manifestantes laicistas gritar: “Arderéis como en el 36”. ¿A qué se refieren? Si investigamos un poco, nos damos cuenta, que a la matanza de fieles y religiosos de los frentepopulistas en el año que empezó la guerra civil, aunque las primeras quemas de conventos daten del 32, recién proclamada la república. Tampoco esto parece propio de una democracia ejemplar. Además, el hecho de que la extrema izquierda actual lo reivindique en sus cánticos, añade cierta preocupación al hecho. Ni los frentepopulistas eran especialmente buenos, si mataron al líder de la oposición y masacraron a religiosos, ni quienes se identifican en la actualidad con ellos pueden serlo tanto, si añoran tales crímenes.
Y uno se sigue enterando de cosas que no encajan, como de los crímenes atribuidos a Carrillo, continuamente homenajeado, no solo por la izquierda sino, incluso, por el PP. Más de 5000 personas asesinadas en Paracuellos, durante la contienda civil, no impiden las alabanzas a su presunto genocida, siempre que lo sea del bando adecuado, del de “los buenos”. Pero, ¿pueden ser buenos quienes asesinan a 5000 personas impunemente? ¿Quiénes son los malos entonces, los asesinados, por dejarse matar por el bando incorrecto?
También, de paso, como por error, escuchamos la historia del General Moscardó, en el Alcázar de Toledo. Los milicianos capturan a su hijo y amenazan con fusilarle si no cede la plaza. El general permanece firme y los republicanos le ponen a su hijo al teléfono. “Nada, que dicen que me van a fusilar”, a lo que su padre responde: “Da un viva a España y otro a Cristo Rey y muere como un hombre”. Los milicianos, en efecto, asesinan a su hijo y el Alcázar sigue sin rendirse, hasta que lo libera el General Valera. Al día siguiente, entra Franco y el General Moscardó lo recibe con la famosa frase: “Sin novedad en el Alcázar”.
Pero a ver, nos estamos liando. ¿Los republicanos no eran los buenos y los franquistas los malos? ¿Cómo puede ser que los buenos, los demócratas, el pueblo trabajador y virtuoso, los representantes del gobierno legítimo, asesinaran a sangre fría al líder de la oposición o quemaran conventos e iglesias como si tal cosa? ¿Cómo puede ser que fusilaran a un pobre chico, cuyo único delito era ser hijo de su padre, en Toledo, o a más de 5000 inocentes en Paracuellos? ¿Son estas muestras de bondad? ¿Cómo puede ser que los malos, los dictadores, los fascistas, actuaran con honor, manteniendo la plaza, a pesar de las amenazas, a pesar del asesinato del hijo del General que la defiende? ¿Cómo unos burdos matones fascistas autoritarios y malignos podían ser capaces de actos de tamaña nobleza? Parece que hay cosas que no encajan en el relato políticamente correcto. Parece, de hecho, que el relato políticamente correcto sobre la guerra civil y el franquismo no es más que… una sarta de mentiras…
LO QUE PASÓ DE VERDAD
Si uno se toma pastilla azul (supongo que no podrá ser roja en este caso) y sale del “matrix” de la corrección política, descubre un mundo de falsedades infinito sobre la guerra civil. La 2ª República no era tan ejemplar, los rojos, como se autodenominaban las izquierdas entonces, no eran todos unos santos, ni los nacionales unos demonios. Hubo héroes y villanos en ambos bandos, asesinos y asesinados, víctimas y victimarios. Todo intento de establecer una superioridad moral de los republicanos sobre los nacionales choca una y otra vez contra la barrera de la historia, de la realidad de los acontecimientos.
La Segunda República nació fruto de unas elecciones locales… que ganaron las candidaturas monárquicas, se desarrolló de modo autoritario y frentista, con ilegalidades continuas y agresiones a la media España más conservadora, hasta crear un clima prerrevolucionario y de enfrentamiento guerracivilista, de modo que no puede sorprendernos que terminase muriendo, precisamente, en una guerra civil. Ya en el 32 comenzó la quema de conventos, de la que las autoridades republicanas se desentendieron con la famosa frase de Azaña: “Vale más la vida de un republicano, que todos los conventos de España”, lo que en la práctica quería decir, que todas las agresiones contra religiosos quedarían impunes. El mismo Azaña ordenó acabar con un motín de campesinos anarquistas en Casas Viejas, por el expeditivo método de “pegarles tiros en la barriga”.
En las elecciones del 34 ganó la derecha, lo que provocó un golpe de estado de la izquierda con la revolución de Asturias y la declaración de independencia del estado catalán (como vemos, no hay nada nuevo bajo el sol). Tras la victoria del Frente Popular en el 36, en unas elecciones plagadas de irregularidades y disturbios, los abusos y las violencias no se hicieron esperar, culminando en la liberación indiscriminada de presos y el asesinato de Calvo Sotelo. Solo en ese clima se explica el alzamiento nacional. Los “crímenes del franquismo” en la guerra y la represión posterior, tan cacareados por los mantenedores de la memoria histórica-democrática subvencionada, no fueron mayores que los crímenes del bando republicano y del maquis. En ese contexto, las lecciones de moral de la extrema izquierda y su costumbre de “tirarle muertos a la cara” a quienes discutan sus dogmas casi un siglo después, parece fuera de todo lugar.
El franquismo fue un régimen sin libertades políticas, pero en el que la represión fue mucho más baja, que en las dictaduras soviéticas con las que coincidió en el tiempo, y que, además, se fue reduciendo a lo largo de la vida del régimen, hasta el punto de hablarse de “dictablanda” en sus últimos años. Ello coincidió con un crecimiento económico sin precedentes, compatible con una protección social mucho más intensa que la que había antes o que la que tenemos en la actualidad y en un clima de indudable paz social. Franco murió en la cama, sin ninguna oposición remarcable a su régimen, que pudiera ponerlo en peligro, y la transición a la democracia la protagonizó la propia clase dirigente franquista, que aceptó “suicidarse” políticamente, para dar lugar a un nuevo régimen democrático. Esto son hechos incuestionables. Solo pueden negarse desde la ignorancia o la malicia.
LA MEMORIA HISTÓRICA
En ese contexto, la aprobación de una Ley de Memoria Histórica, primero, y de Memoria “Democrática” después, nueva vuelta de tuerca a la anterior, que hacen bandera de un antifranquismo radical, no puede menos que sorprendernos. La memoria es algo personal y la historia la tarea de historiadores profesionales que deben actuar sin cortapisas políticas. Nadie, ni en la peor de las tiranías, mucho menos en un sistema que se llama a sí mismo democrático, puede decirnos que memoria debemos tener ni a los historiadores en qué sentido deben historiar. Hay familias en las que al abuelo lo mataron los nacionales en la guerra y hay familias en las que al abuelo lo mataron los rojos, y sus memorias son igual de respetables.
La excusa de la LMH, cara a la galería, fue que los cadáveres de republicanos, que yacen en fosas comunes, se pudieran enterrar en otros lugares, pero es obvio que para eso no hacía falta elaborar ninguna ley ni cambiar nombres de calles ni despreciar a las víctimas del otro bando. Tampoco la excusa de que las víctimas de los republicanos ya fueron homenajeadas durante el franquismo nos sirve, porque eso no funciona así. Pretender aplicar una especie de ley de la compensación, en virtud de la cual hay que convertir la actual democracia en una suerte de dictadura antifranquista, durante, al menos, 40 años (que por cierto ya habrían transcurrido), para compensar la de Franco, no parece tener mucho sentido. La democracia actual debe representar la reconciliación entre todos los españoles, no una oportunidad de revancha de quienes perdieron la guerra civil. Las víctimas son víctimas siempre y, dado que las hubo en los dos bandos, hay que ser sensibles con ellas, con su memoria y con sus supervivientes siempre, independientemente de la simpatía política que nos inspire el bando en el militaban o el bando que las victimizó. Suponer, como hace la ley, que solo hubo víctimas de una parte y victimarios de otra, es una falsedad histórica evidente y una canallada. La guerra que la izquierda perdió en el 39, no va a ganarla ahora pase lo que pase.
Tampoco la obsesión por cambiar nombres de calles, quitar las placas del Instituto Nacional de la Vivienda de las casas, retirar monumentos a los caídos del otro bando y demás tropelías va a resolver ningún problema de España. Como, además, esos cambios no se limitan a quitar nombres o símbolos de la historia de España de los últimos 80 años, sino que también suponen eliminar los homenajes a las víctimas de la república o el bando rojo en la guerra civil, no solo son una patochada anti-histórica, sino una falta de respeto a los asesinados por el bando con el que los actuales defensores de esta ley se identifican. Más que a la memoria histórica, a lo que da pie esta ley es a la desmemoria histérica.
Peor todavía es lo que ocurre con la Ley de Memoria Democrática de reciente aprobación. No le basta con humillar a las víctimas del otro lado, quiere perseguirlas, acabando con nuestras libertades. Pretende así, que artículos como este puedan estar fuera de la ley (aunque los ampare la constitución). Supone el establecimiento de una tiranía en toda regla. No podemos consentirlo.
QUIEN CONTROLA EL PASADO, CONTROLA EL FUTURO
¿Cuál es el interés, por tanto, en vendernos una versión de la historia, maniquea, simplona y falsificada? Obviamente, obtener algún tipo de ventaja en el presente. George Orwell, en su famosa distopía 1984, sentenció, como uno de los lemas de la sociedad adoradora del Gran Hermano, la siguiente frase: “Quien controla el presente, controla el pasado. Quien controla el pasado, controla el futuro.” El izquierdismo cultural controla el presente, incluso con gobiernos del PP con mayorías absolutas. Con ese control del presente tratan de controlar el pasado, con leyes como la de Memoria Histórica o la de Memoria Democrática. El objetivo no es otro, naturalmente, que el de controlar el futuro. Si ellos se presentan como continuadores de los republicanos derrotados en la guerra civil, es comprensible que nos quieran mostrar a aquellos con los que se identifican como héroes y a sus enemigos como villanos. Si no se les juzga por su mediocre realidad presente, sino por su presunto heroísmo pasado y, lo más importante, si se descalifica a sus enemigos presentes, por considerarlos continuadores de los villanos del pasado, eso les da una evidente ventaja.
De igual modo, el nacionalismo antiespañol encuentra en la satanización del franquismo su carta de naturaleza legitimadora. Si el malvado Caudillo defendía la unidad de España, oponerse a los propósitos desintegradores de los separatistas debe ser de franquistas, luego de fachas, luego de dictadores. La tesis nacionalista pasa a ser mágicamente la más demócrata, independientemente de que sea legal o ilegal y de que cuente con un respaldo social mayoritario o no. Un nacionalismo que ya es experto en la falsificación de la historia, desde la edad media hasta nuestros días, pasando por la Guerra de Sucesión, que basa en ello su argumentario, de hecho, no tendrá inconveniente en interpretar la Guerra Civil como una invasión de Castilla sobre Cataluña o las provincias vascas, por demencial y antihistórico que resulte.
En la misma línea, el espectáculo de la profanación de los restos de Franco y su traslado de cementerio constituye los 10 minutos de odio de 1984 de Orwell. Si allí se insultaba a Goldstein, trasunto del Trotsky traidor para el estalinismo, ante las pantallas omnipresentes del Gran Hermano, aquí las masas manipuladas insultan a un dictador muerto hace 45 años, mientras olvidan la subida de la luz o el aumento del paro ante las pantallas de la Sexta.
La manipulación de la historia beneficia, sobre todo, a la izquierda y a los nacionalismos, como vemos, pero toda la clase política actual puede recoger los frutos de esta falsificación. Si Franco dejó una España carente de libertades, pero aparentemente unida, prospera, con bienestar y justicia social, es obvio que nuestros actuales políticos no lo están haciendo muy bien, ante realidades como la crisis, el paro o el separatismo en Cataluña. Si, por el contrario, el franquismo fue un infierno, nuestra mediocre situación actual nos parecerá mejor en comparación.
Sabemos que la tasa de paro llegó durante la última crisis al 25%. ¿Cuál era en el franquismo? Si nos enteramos que nunca pasó del 5%, tenemos un problema para justificar las políticas de empleo de los últimos 30 años. En la última reforma laboral, aún no derogada pese a las continuas promesas en ese sentido del gobierno actual, Rajoy bajó la indemnización por despido de 45 a 30 días por año trabajado, y a 20 en algunos casos. ¿A cuánto ascendía dicha indemnización al final del franquismo? A 65 días. A la muerte del dictador el separatismo en ningún caso llegaba al 10% en ninguna región de España. Actualmente, en Cataluña, roza el 50%. El franquismo creo la seguridad social y una red de hospitales para mantenerla, instituyó el sistema de pensiones y la práctica totalidad de los derechos laborales que ahora mismo disfrutamos, o, mejor dicho, estamos empezando a dejar de disfrutar. Parece que algo no encaja.
Pero, el franquismo fue una dictadura, y eso debería bastar para descalificarlo, independientemente de sus éxitos económicos y sociales. De hecho, tales éxitos no son posibles, precisamente porque el franquismo fue una dictadura y no puede ser que una dictadura obtenga mayores éxitos que una democracia. ¿O sí? ¿Podemos escapar de este razonamiento circular, de esta evidente falacia?
Decía Paul Auster que, para los ateos, la democracia se había convertido en su religión. Podemos decir que eso es así, no solo para los ateos, y que para mucha gente la democracia coexiste con su fe religiosa, en su sistema de creencias dogmático, en posición ventajosa. Si tomamos la democracia como lo que es: un sistema político, lo que Ortega y Gasset llamaba una norma de derecho público, y no una religión, podemos admitir sin problemas que, si bien las democracias son preferibles a las dictaduras, hay democracias y democracias y dictaduras y dictaduras. El ser totalmente demócratas, no nos impide decir que una democracia corrupta puede ser peor que una dictadura honesta. Sin embargo, si como proponía Auster, nos tomamos la democracia como una religión, esto sería poco menos que una herejía.
La 2ª República fue un sistema técnicamente democrático, con elecciones cada 4 años (en su caso, por su inestabilidad, cada 2), instituciones democráticas, una constitución, etc. Sin embargo, nadie que conozca la historia de España puede negar que fue una democracia corrupta, sesgada y sectaria, contra la que atentaron desde todas las ideologías y en la que no se respetó del estado de derecho, condición sine qua non para poder hablar de una democracia funcional. La dictadura de Franco careció, desde luego, de libertades políticas, pero fue respetuosa con su propia legalidad y logró establecer una prosperidad material y un bienestar indudables, para la inmensa mayoría de la población. La actual democracia es más funcional que la de la segunda república, pero está representando un fracaso evidente en los aspectos en los que el franquismo triunfó, dilapidando el legado de unidad nacional, convivencia pacífica, prosperidad económica y justicia social, que dejó aquel, a pesar de su indudable condición de dictadura. Si los hechos incontrovertibles de la historia de España no encajan con esta visión sacralizada de la democracia parlamentaria ni con los idearios izquierdista o separatista, la culpa no es de los hechos ni de la historia, sino, tal vez, de las ideologías.
En definitiva, la falsificación del pasado ayuda a hacer más digerible un presente cuestionable, y da ventaja, a la hora de construir el futuro, a la izquierda cultural y al separatismo.
EL ANTIFRANQUISMO, ENEMIGO DE LA DEMOCRACIA
La descalificación maniquea y falsaria del franquismo se pudo considerar, por tanto, durante la transición, una forma de consolidar la democracia, pero ahora mismo, paradójicamente, es su principal amenaza. Primero porque ningún proyecto de futuro puede sustentarse sobre una mentira y segundo, porque esta mentira sobre el pasado, amenaza con intoxicar también el presente.
En efecto, basar la aceptación popular de la nueva democracia, no en sus virtudes intrínsecas, sino en una satanización del franquismo, procedente de la falsificación de la historia, es una forma muy poco solida de legitimarla. Pretender mejorar la percepción de la democracia en la minusvaloración inducida de su punto de comparación histórico más inmediato es confiar muy poco en sus propias virtudes. Una democracia sustentada en tal falsificación es una democracia con pies de barro.
Pero es que, en este caso, además, el antifranquismo le ha puesto una fecha de caducidad a nuestro sistema, y su éxito supone herirlo de muerte. Porque, como hemos visto, nuestra democracia no nació de una ruptura con el franquismo, producida por una victoria militar o una revolución, sino por la evolución natural de aquel régimen, fruto de la muerte del dictador. En esta coyuntura, satanizar al franquismo equivale, no a dar un plus de legitimidad a nuestro sistema, sino a deslegitimarlo por completo.
A la muerte del dictador, España se encontraba pacificada y estabilizada, y era completamente impensable un cambio de régimen que no fuera aceptado por la propia clase dirigente. Ello no fue un problema para la transición a la democracia, sino más bien una bendición, porque partiendo de la doctrina de la excepcionalidad histórica, que sustentaba el franquismo en las circunstancias históricas excepcionales derivadas de la guerra civil, el fallecimiento de Franco dejaba la puerta abierta a que se produjeran los cambios políticos que se tuvieran que producir, incluido el suicidio del régimen, como en efecto ocurrió. Los principales artífices de la democracia fueron Juan Carlos I, puesto a dedo por Franco, como sucesor a título de Rey, y Adolfo Suarez, secretario general del Movimiento franquista.
La democracia fue una evolución legal del franquismo. Querer presentarla como una evolución moral de la 2ª República, crea una disfunción irresoluble. El único resultado posible de esa contradicción es una crisis de legitimidad. Porque si el franquismo fue satánico, satánicos fueron los principales protagonistas de la transición, como Suarez, el Rey, Fraga o Torcuato Fernández Miranda, vinculados previamente a él, y, si no satánicos, si unos vendidos, que pactaron con los demonios, todos los líderes de la izquierda de entonces, socialistas y comunistas incluidos.
Deslegitimada quedaría entonces la monarquía, restaurada por Franco, la constitución, aprobada por unas cortes nacidas del suicidio de las cortes franquistas, el Partido Popular, evolución de la Alianza Popular fundada por 7 ministros de Franco, la histórica UCD, liderada por el secretario general del Movimiento franquista, Suarez, incluso la bandera de España, existente siglos antes del nacimiento de Franco, pero restaurada por este, a enseña oficial, después del uso de la bandera con franja morada durante la 2ª República. La satanización del franquismo produce, por tanto, dadas las circunstancias y peculiaridades de la historia reciente de España, la deslegitimación, a medio plazo, de la democracia española. Llevado a su extremo, representa también la deslegitimación de la propia unidad nacional, defendida por el régimen, de su bandera y de sus símbolos, por mucho que estos existieran mucho antes del franquismo, porque fueron rescatados por este, tras el paréntesis republicano. El antifranquismo resulta ser, por tanto, un auténtico cáncer disolvente, para España y su democracia.
CONCLUSIONES
La conclusión natural de esta estrategia es el éxito de opciones cómo Podemos o los separatismos. En realidad, se puede seguir fácilmente esta doctrina de la deslegitimación de la actual democracia en su discurso y en sus formas. Si convencemos a una parte de la población, especialmente a los más jóvenes, a los que no han vivido el franquismo en sus carnes y no lo pueden juzgar de manera directa, que, además, son los más permeables, de que la historia fue el relato delirante de republicanos bailando sobre campos de amapolas y ciudadanos esclavizados por el franquismo picando piedra en el Valle de los Caídos, que hemos comentado al principio, el resultado natural es la deslegitimación moral de la democracia que, lejos de quedar reforzada por la comparación ventajosa con una época pretérita mitificada negativamente, acaba viéndose contaminada por esa mitificación.
La 2ª República no fue una democracia ejemplar, sino un desastre, que es una locura tratar de emular. El franquismo fue una dictadura, un régimen sin libertades políticas, pero la represión fue infinitamente más baja que en otras dictaduras y durante su transcurso acumuló una serie de éxitos sociales y económicos innegables, hasta el punto que podemos afirmar que el bienestar del que disfrutamos actualmente, a pesar de la crisis, y que se nos escurre de entre los dedos, precisamente dilapidado a manos de quienes más presumen de antifranquistas, lo debemos al franquismo.
Entregar a una izquierda cultural, pronto devenida en extrema izquierda, el monopolio de la interpretación de la historia y el dominio casi absoluto de la industria cultural y con ella, la influencia ideológica en la educación y los medios de comunicación, representa una garantía de manipulación para adaptar los hechos históricos a sus prejuicios ideológicos. Esto, en principio, beneficia a una clase política mediocre, que queda sobrevalorada por comparación, ante un pasado satanizado, pero pronto se convierte en un cáncer para la propia democracia.
Los partidos políticos de izquierdas y los nacionalistas aceptan esta interpretación de la historia, que los beneficia, y la usan en su provecho, contribuyendo a ella con la aprobación de leyes como la de Memoria Histórica, como vemos, profundamente desacertadas. Pero incluso el PP, fundado por 7 ministros de Franco, contribuye a esta campaña de manipulación, aunque le perjudique notoriamente, tratando de hacerse perdonar su origen franquista, en lugar de reivindicar la veracidad histórica. Tan solo Vox, en el panorama político reciente, se opone a ella.
Tenemos dos opciones. Ser unos crédulos, políticamente correctos, y estar convencidos de la indescriptible maldad del franquismo satánico, que comía niños crudos y demás truculencias, o ser unos incrédulos, unos escépticos, unos rebeldes en busca de la verdad. La primera opción es más sencilla y tranquilizadora, pero nos hace vivir en una mentira. La segunda es más incómoda, pero a la vez, más interesante. La democracia es un sistema político, no una religión. Criticar los errores de una democracia corrupta como la Segunda República y advertir de los posibles aciertos de una dictadura, como la franquista, en un contexto histórico determinado, no es ninguna herejía, ni supone necesariamente una adhesión ideológica a los principios del autoritarismo, solo es un acto de honradez intelectual y de veracidad histórica, que hará nuestra democracia más fuerte y sana.
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