El héroe no es sino imagen del ideal al que estamos llamados |
Víctor Hernández
Europa descubrió de la mano de Grecia que las emociones humanas eran una fuente para el arte. Más tarde, la ópera italiana del barroco se construye esencialmente sobre la teoría literario-dramática de los affetti, según la cual la acción teatral debe desarrollarse a partir del juego de sentimientos humanos con que los personajes tejen la trama. Igual que en la tragedia clásica, las emociones más profundas, que abarcan desde la depresión y el desgarro hasta la euforia y el éxtasis, son la manifestación más auténtica del alma humana y a través de ellas, podemos alcanzar el autoconocimiento, aquel nosce te ipsum del santuario de Delfos.
Además de esta sana función, la escenificación de estos affetti reforzados por la música, cumple una labor didáctica al proponer virtudes que, dominando la psyche, pueden emplear las potencias humanas para altos fines. De este modo, la emoción típica del furore, puede ser manifestación de la resolución heroica de vengar una injusticia con una música que apela al corazón del oyente, quien siente en su alma el arrojo del que pone en riesgo su vida por los demás y en defensa de un alto ideal. Nos encontramos ante un alma sana. El héroe, que no es sino imagen del ideal al que estamos llamados, transforma su rabia en valentía y, como dijo Antonio Machado, «ser valiente es ser bueno».
Por el contrario, si es el furore el que domina al hombre, y no al revés, nos encontramos con una emoción desbocada, un veneno que envilece el espíritu y conlleva un final fatal, la perdición del héroe. Hablamos del fracaso humano, de la locura en que cae un alma que cede ante el peso de la propia existencia, cuando renunció a pelear por su perfección. La advertencia de la tragedia es clara: «puedes ser lo mejor o lo peor. Conócete para ser lo mejor».
La música «culta» desde hace ya muchas décadas se entregó a la especulación de las formas y, aunque ganó mucho (me declaro admirador de la atonalidad justificada), renunció a tener contenido o al menos un contenido que creyera en sí mismo y no fuera expresión de un alma nihilista abatida por el absurdo. Igual ha ocurrido con las artes plásticas consideradas elevadas. Sólo se salva parte del cine aunque a menudo no se atine un lenguaje accesible o suficientemente estimulante.
Con este ejemplo, quiero decir que el abandono de los grandes temas y en concreto del tema de la naturaleza y condición humana, pueden ser catastróficos para el devenir social si los miembros de la tribu se desconocen a sí mismos. Ese desconocimiento de uno mismo es fuente de conflictos, de violencias, de horrores y en resumen de perdición. No soy tan ingenuo como para creer que el retorno del arte a los grandes temas eliminará los errores humanos de un plumazo (siempre nos acompañarán, asumámoslo), pero estoy seguro de que centrar la producción artística en el mero entretenimiento tampoco lo hará. Si queremos una sociedad madura y unida, decidida a luchar por el bien, es necesario que los «centinelas» del pueblo hagan arte para elevar al pueblo y no para adormecerlo.
La ópera (alguna ópera) sólo es un ejemplo. ¿Hoy tocan las series? A eso que contesten los artistas y si no están por las causas elevadas, ya saben: no se dejen ni un duro en basura narcótica, y dénselo al que vale.
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