Paradójicamente, ese histrión de pelo naranja que sale mucho en los telediarios está resultado ser el más pragmático del corral. O tal vez no sea él y los amos del cortijo, que están por encima de él, están como locos involucrados en la tarea de dar carpetazo la mal llamada guerra de Ucrania.
A este lado del charco, empero, en una Europa de chichinabo que se encamina a pasos agigantados hacia su propia ruina moral y económica, la mesnada de belicistas rusófobos se multiplica exponencialmente. No entre los de abajo, entre los “curritos”, entre las clases medias menguantes, obviamente, sino entre las franjas de la sociedad más acomodadas, que pretenden hacerle la guerra a los “rojos”, justo en el momento en el que a los “halcones” de Washington se les están pasando las fiebres del ardor guerrero.
Las clases dirigentes europeas han entrado en una especie de chaladura colectiva que hasta el mismísimo Pedro Sánchez aparenta ser un moderado cuando, en la última visita del hipercaducado Zelensky a Madrid, lo ha despachado con un amplio surtido de chatarra militar. Personajillos como Macron, Merz, Von der Leyen, Starmer o la paranoica Kallas, poseídos de un fiero idealismo que para sí hubiera querido tío Adolf para algunos de sus generales de la Wehrmacht, están tratando de atizar la antorcha del belicismo para, en menos que se santigua un cura postconciliar, darle una inolvidable e irreversible zurra al “oso ruso”.
Así, es bastante común que nos encontremos declaraciones tan rimbombantes como estúpidas en dicha dirección. El pasado domingo, día 23, nos desayunábamos en el diario madrileño “El Mundo” con unas grotescas declaraciones del presidente de la R.F. de Alemania, Frank Walter Steinmeier: “El ataque ruso contra Ucrania —afirmaba— es también un ataque contra nuestra forma europea de vivir”.
Cualquier analista en geopolítica medianamente serio sabe que Rusia no quiere conquistar la Europa occidental. En primer lugar, porque sería una apuesta a caballo perdedor; en segundo lugar, porque si algo le sobra a la Federación Rusa es territorio y, en tercer lugar, porque en en ese vasto mapa que controla Moscú uno puede encontrarse, aparte de osos y lobos sin peligro de extinción, todos los elementos del sistema periódico. Rusia, con la llamada “Operación Militar Especial”, emprendió una guerra de liberación nacional —repito: guerra de liberación nacional— para recuperar lo que era suyo: aquellos territorios rusos que estaban siendo rebozados en sangre por los distintos gobiernos ucranianos, incluido el de Zelensky, desde la “revolución” del Maidán hasta vísperas del 24 de febrero de 2022.
Nada me gustaría más, por otro lado, que saber qué es lo que entiende Steinmeier por “nuestra forma europea de vivir”. ¿A la lujosa zona donde casi con toda seguridad reside o a las afueras de París, Londres, Barcelona o el mismísimo Berlín donde imponen su puño de hierro cientos de miles de “banlieusards”? ¿A una vida apacible, democrática y libre o a los fardos de leyes restrictivas —y en no pocos casos directamente “orwellianas”— que las distintas castuzas están implementando, un día sí y otro también, en el viejísimo continente?
Tampoco faltan los que podríamos llamar lunáticos de “segundo escalón”. Bobos, muy bobos, incluso con mayor gravedad: muy bobos uniformados. La monserga de hace unos cuantos días del jefe del Estado Mayor francés, un tal Fabien Mandon, con el empleo de general, que, entre otras estupideces, ha llegado a decir cosas como “Rusia está convencida de que los europeos son débiles. Y sin embargo somos fuertes. Fundamentalmente más fuertes que Rusia” o “Tenemos todo para disuadir a Moscú, lo que nos falta es la fortaleza para aceptar hacernos daño para defender a la nación. Si el país falla porque no está dispuesto a aceptar perder a nuestros hijos, […] entonces estamos en riesgo”, no hacen sino confirmar que la pandemia que padecemos va a ser de dificilísima erradicación.
Eurolandia quiere empuñar el fusil y quiere hacerlo, no te quepa la más mínima duda, tocándole las narices a tu cuenta corriente o hurtándote salvajemente servicios públicos. No lo permitas. Rebélate. Ponte incluso la camiseta de refractario. Y no dudes en sacar a pasear, si ello es necesario, tu mala leche.



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